01 octubre 2006

El ataque de la mujer de 50 pies.

Es increíble. El día viernes 29/09 me dispongo a dirigirme al cajero automático que tengo más cercano para retirar mi magro sueldo. Ni bien toco la vereda con uno de mis piés (no recuerdo si el derecho o el izquierdo, que importa) noto algo que impacta inevitablemente en mi percepción. Una mujer. Esbelta ella, de unos quince metros de altura, delgada, morena, con una sonrisa capaz de captar todas las miradas, y con un look digno de ser recreado por cuanta jovencita ilusa se cruzara en su camino. La Mujer Gigante seguía ahí, inmóvil, de espaldas a la medianera que de aquel edificio de siete pisos que le servía de soporte: medianera que hasta el día anterior se encontraba desnuda, desapercibida e imperturbable como cualquier otra medianera.
Su cabello daba a la composición la frescura (primaveral) necesaria para disimular el artificio; esa pose tan armada como digna de la musa más inspiradora.
Todo estaba friamente calculado, el tamaño, su ubicación estratégica (asomándose entre las azoteas de La Paternal, siendo observada por cualquier transeúnte que circulara por sobre el puente San Martín). Era obligatorio verla. Les aseguro que uno no podría simplemente ignorarla.
El poder de atracción de tamaña imagen (y sobre todo su dimensión) despojan al espectador de toda libertad, no hay posibilidad de elegir. Para dar un ejemplo diría que hay ciertas circunstancias en que uno tiene el poder de decidir qué ver y qué no: cuando se va a ver una película al cine, una muestra de pinturas, una programación televisiva, o la revista "paparulo". Pero esto de caminar por la calle y estar obligado a ser testigo de los parámetros a seguir es un asco, sobre todo si nos ponemos a pensar que estamos en la vía pública.
No intento parecer un mojigato, un ultraconservador, o nada por el estilo: hasta es bien sabido que (paradójicamente) estudio publicidad, pero me parece acertado desligarse de la modorra cotidiana.